Henry Matisse.
En el centro del cuadro, invadido de azul, los peces rojos atraen la mirada como tizones. La transparencia de la pecera ha hecho caer al Sena en la trampa. Una luz dorada baña las calles de Paris.
En esta habitación banal en la que uno puede imaginarse sin dificultad, se multiplican los obstáculos, el espectador se ve obligado a colarse, insinuándose entre los muebles demasiado juntos si quiere llegar hasta el fondo del cuadro, donde está el sofá, tan alejado como la promesa de un improbable reposo.
Desde el prime plano, la butaca da la espalda y la mesa bloquea la entrada. La imagen resulta pronto impracticable, uno no puede proyectarse en ella sin experimentar inmediatamente un mecanismo singular, una red de líneas obstinadas no deja de cerrar el paso, todas estas verticales que se prolongan desde la ventana a los pies de la mesa y se vuelven a repetir en la arista de las paredes. La guerra que llega lo aprisiona todo. La pintura crea una barricada.
De vez en cuando el pincel se escapa cambia de dirección. El gris de la ventana desborda, el azul se desliza por los techos, el hierro forjado se difumina, cada vez, la materia de la pintura vuelve a llevar con obstinación las cosas a la superficie del lienzo, unificando los contrastes, aboliendo las distancias, el color del cielo inunda la estancia, el de las paredes se derrama en el rio. Unos toques de verde crudo se abren aquí y allá, en otra parte osando el frescor de una naturaleza que no veremos.
La audacia de una pequeña planta escuálida la hace atravesar la vidriera, el arabesco de sus tallos vuelve a bajar la escalera hacia la otra orilla. El pintor reconcilia los mundos, la ciudad resulta íntima, tanto como su propio taller. Se mantiene apartado pero nada puede encerrarlo. El rojo de los peces goza en su ingravidez.
La imagen se mantiene vigilante. Se niega a rendirse a las violencias de la historia, resiste con todas las fuerzas de la geometría, sin flaquear. Matisse le da las armas para hacerle frente, una estructura altiva, el azul de la inmensidad y , allá, la claridad sonriente de los muros de la ciudad. Ha colocado la pecera frente a la ventana, como un vigía, y la curva del cristal resalta sus ángulos. Dentro de desvanecen las fronteras, la s paredes se funden, el aire, el agua, la luz, y el color se mezclan en libertad, e el frescor del cuadro, la vida ha encontrado refugio.
Vibra en silencio el tiempo necesario, toda ella concentrada en la incandescencia de los peces.
Vibra en silencio el tiempo necesario, toda ella concentrada en la incandescencia de los peces.
Henry Matisse.
In the center of the picture, invaded of blue, the red fish attract the look as embers. The transparence of the fishbowl has made to fall down to the Seine in the pitfall. A golden light bathes the streets of Paris.
In this banal room in which one can imagine without difficulty, the obstacles multiply, the spectator turns out to be forced to slip in, be hinted between the too together furniture if he wants to come up to the fund of the picture, where there is the couch so removed like the promise of an improbable rest. From the flat prime, the armchair gives the back and the table blocks the entry.
The image turns out to be soon impracticable, one cannot be projected in her without experiencing immediately a singular mechanism, a network of obstinate lines does not stop blocking the way, all you are vertical that extend from the window to the feet of the table and are repeated in the edge of the walls. The war that comes imprisons everything. The painting believe a barricade.
Occasionally the brush escapes changes direction. The gray of the window overflows, the blue slides for the roofs, the wrought iron blurs, every time, the matter of the painting takes with obstinacy the things again to the surface of the linen, unifying the contrasts, abolishing the distances, the color of the sky floods the stay, that of the walls spills in the river. A few touches of raw green are opened here and there, in another part daring the cool of a nature that we will not see. The adventurousness of a small squalid plant makes her cross the shop window, the arabesque of its stems lowers the stairs again towards another shore.
The painter reconciles the worlds, the city turns out to be intimate, so much like its own workshop. Paragraph is supported but nothing can shut it up. The red one of the fish has a good time in its weightlessness.
The image stays vigilant. He refuses to give good results to the violences of the history, resists with all one's might of the geometry, without weakening. Matisse gives him the weapon to face him, a haughty structure, the blue of the immensity and, there, the smiling clarity of the walls of the city. It has placed the fishbowl opposite to the window, like a watchtower, and the curve of the crystal highlights its angles.
Inside desvanecen the borders, her s walls melt, the air, the water, the light, and the color they are mixed at large, and the cool of the picture, the life has found refuge. It vibrates in silence the necessary time, any she concentrated on the incandescence of the fish.
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